La exageración en la crítica o en las propuestas se ha convertido ya en un recurso retórico principal dentro del elenco que tiene el particular lenguaje de los políticos.

La exageración forma parte de nuestras vidas. Semanalmente vemos cómo se repiten el gol del año, la boda del siglo, o el eclipse del milenio. Más allá de un ingrediente propio de la prensa veraniega, convertida en categoría destinada a sacar del letargo estival al lector, no hay información que no tenga su dosis de hipérbole. Si hoy la bella durmiente volviera a despertar, y echara un vistazo a nuestros medios, tendría la seguridad de haber despertado en una película de catástrofes (consagrada también como categoría cinematográfica con entidad propia, como muestra su propia entrada en Wikipedia).

A juzgar por Twitter, este afán de superar en un punto la realidad también forma parte de las relaciones personales donde el insulto se ha convertido en el mayor calificativo hacia el que piensa diferente, a la vez que solo cabe la exaltación permanente del amigo, el gran…, que siempre es un genio, la referencia en tal tema o el que más sabe de tal otro.

En la esfera pública, sirva solo como ejemplo de un fenómeno cada vez más habitual, la forma de comunicar habitualmente la emergencia medioambiental, que ha vivido su último capítulo en el dramático incendio del Amazonas que, sin quitar un ápice a su gravedad, algunos datos recientes no distinguen de incendios ocurridos en años anteriores. Esta emergencia medioambiental como respuesta propone cambios radicales en la conducta de las personas, en sus dietas, o incluso en su libertad reproductiva, para lo que acude a imágenes apocalípticas (no siempre verdaderas) que, aunque parezca sorprendente, podrían lograr un efecto contrario al perseguido.

Los discursos se mueven hoy entre un cielo y un infierno, sin una parada en la tierra, el único lugar donde existe diálogo. Pero la tierra no vende

Con la política, convertida fundamentalmente en comunicación, sucede algo similar. La exageración en la crítica o en las propuestas se ha convertido ya en un recurso retórico principal dentro del elenco que tiene el particular lenguaje de los políticos. Los discursos se mueven hoy entre un cielo y un infierno, sin una parada en la tierra, que es, a fin de cuentas, el único lugar donde sería posible el diálogo. Pero la tierra no vende. Dentro de la pugna por la atención de la sociedad, la política parte en inferioridad, por lo que ha acabado por adoptar, como el cine o la televisión, la espectacularización como instrumento, e incluso, a veces, como única estrategia.

La sorpresa, la imprevisibilidad, lo entretenido o el mero efectismo se ha convertido en un valor político, igual que antes lo fueron sus contrarios: la previsibilidad y lo aburrido. Se ha cambiado a Cicerón por la publicidad. Y como esta, la brevedad, lo sucinto, es dogma y el eslogan, el corte de televisión o el vídeo para las redes sociales se han impuesto a discursos o textos más elaborados. Se sube el tono, como la industria del cine con el volumen de las películas, pero no el nivel.

Así, no puede sorprender por tanto que «valores» netamente publicitarios como lo genuino, lo auténtico, lo original, que a veces cruzan la frontera de lo maleducado o grotesco, copen el lugar que hace no muchos años ocupaban otros como la valía. Se ha abierto el espacio entre querer ser bueno y querer, solo, parecerlo.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La falta de perspectiva histórica que nos mantiene permanentemente en un eterno presente hace que todo sea siempre «lo más» ante la ausencia de referencias con las que comparar. El peso que, como recordaba el difunto Sartori, la cultura audiovisual ha ido otorgando a lo emocional frente a lo racional ha convertido las experiencias en la única forma de aprehender la vida y a las emociones en la materia prima de la política. A esto podríamos sumar la cultura del clic, que ha traspasado las fronteras de la búsqueda de audiencias de los medios, para llegar a nuestras cabezas.

La cultura audiovisual ha convertido las experiencias en la única forma de aprehender y a las emociones en la materia prima de la política

La política, que no solo no permanece ajena a esto, sino que contribuye decisivamente a su desarrollo, es la primera afectada. Su lenguaje se ve particularmente hinchado; sufre una inflación de los términos que, en contra de lo que muchos estrategas piensan, acaba por generar una afasia, cuando no apatía, en la sociedad. Los ciudadanos acaban por no tomar en serio nada de lo dicho y van retirándole a la clase política el valioso préstamo de su confianza, según van superando la enésima profecía maya que predice el fin del mundo. Y puestos a buscar espectáculo prefieren a los auténticos profesionales del entretenimiento.

Pero hay una derivada aún más compleja. Cuando esta inflación se transmite a la realidad en sí, esta se acaba por despreciar ya que nunca será tan intensa como el mundo de emociones que se nos presenta por todos lados. Como siempre que se va en contra de la realidad, la quiebra de expectativas llega tarde o temprano, tanto social como políticamente, porque, recordando de nuevo a Sartori, la democracia tiene un problema de expectativas. Si a esto le añadimos la confusión entre ficción y realidad, que, paradójicamente, hace que los espectadores puedan terminar restando gravedad al problema y lo conviertan en una realidad ajena al día a día o, lo que es aún más grave, en parte del paisaje, completamos un cuadro que, a salvo de la exageración, puede resultar alarmante. La desconexión con la realidad, sobre todo con la realidad política por parte de la sociedad, abre fallas en la geografía democrática de un país, fallas por las que se van, a menudo, oportunidades decisivas. Además, entre las grietas que provoca la tensión permanente entre la realidad y el discurso solo cabe ser extremo. No es posible cualquier otro escenario que no sea el de la polarización y el enfrentamiento entre visiones del mundo, tan deformadas por su propia hipérbole que no admiten ningún tipo de conciliación.

La realidad, más que pese, no es hiper mega guay. Sus propias hechuras de contradicciones y dicotomías, su creatividad a la hora de generar situaciones distintas, lo hacen imposible. Es amable, a veces, otras no. Es sencilla en ocasiones, compleja otras. Está pintada con tantos colores que no caben en un fotograma. La realidad no busca la viralidad; la política tampoco debería, aunque a veces, voluntaria o involuntariamente, la logre.

Publicado en El Confidencial