Una autocracia camino de la dictadura

Cuando Hugo Chávez llegó al poder, hace seis años, fue recibido con júbilo, como el salvador de un país en crisis. Su receta, el «autoritarismo democrático»: control, orden y autoridad. Como otras veces, la desesperación de un pueblo desencantado favoreció el populismo mesiánico, y, de la mano de la revolución bolivariana, Venezuela comenzó su deriva hacia la tiranía. Chávez no ha dejado de afirmar su régimen a costa de la democracia, transformada en «participativa», «popular» y, finalmente, «de partido único», preludio de la tiranía. Tras las elecciones del 4 de diciembre de 2005 se ha acelerado este proceso autocrático, y hoy Hugo Chávez ejerce casi todos los poderes del Estado, ha comenzado a extender su «revolución» por Hispanoamérica y amenaza con perpetuarse en el poder a través de un referéndum.

Chávez controlaba la Asamblea Nacional desde las elecciones del año 2000. Aunque su partido fue perdiendo apoyos, siempre logró conservar el 51% de los escaños, y esta mínima mayoría le bastó para actuar a placer, aunque para ello tuviera que aprobar leyes orgánicas con mayorías simples o modificar ocho veces el reglamento de la Asamblea, restringiendo cada vez más derechos parlamentarios como el de palabra o el de intervención, básicos para el funcionamiento de una democracia parlamentaria.

Algo parecido ha ocurrido con el poder judicial. Chávez provocó una crisis en la Corte Suprema que se saldó con la renuncia de la mayoría de los magistrados, incluida su presidenta. Desde entonces, el Parlamento ha destituido magistrados y jubilado jueces, y los ha sustituido por jueces temporales y tribunales populares, más del 80% de ellos designados a dedo. En mayo de 2004 se produjo de manera irregular la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), después de que éste tomara decisiones en contra de la línea política del Ejecutivo. La nueva norma, aprobada por mayoría simple en contra del artículo 203 de la Constitución venezolana, incrementó de 20 a 32 el número de magistrados del Supremo, designando directamente 17 nuevos magistrados y asegurándose el nombramiento de los suplentes. En los últimos meses, alrededor de seiscientos jueces han sido expulsados de la carrera judicial –por no superar la evaluación de la Inspectoría General de Tribunales–, cuyos puestos serán ocupados por ideologizados estudiantes de la Escuela de Magistratura. La longa manus del poder ha llegado también hasta la Fiscalía, y fiscales cercanos al régimen, como el tristemente asesinado fiscal medioambiental Danilo Anderson, hostigan a los líderes de la oposición, sin importar que entre o no en sus competencias. La Justicia es ahora un medio de persecución política a periodistas, banqueros o cargos electos de los partidos de la oposición.

En el Ejército, Chávez ha construido una cúpula a su medida, con el nombramiento de 25 de los 29 altos mandos castrenses. Las Fuerzas Armadas se han convertido en una estructura paralela de poder. Sobre sus miembros recaen las más altas responsabilidades en el gobierno nacional y en el de las ciudades, en las empresas estatales e incluso en las universidades, lo que hace al Ejército quizás más poderoso que el propio Gobierno. Articulado en torno al Plan Bolívar, un vasto plan para la penetración del Ejército en la vida civil, son muchos los que proclaman orgullosos que la revolución bolivariana tiene en el Ejército su máximo sostén. Quizás por eso Venezuela ha decidido invertir en material bélico, presuntamente con usos pacíficos, y en su lista de la compra se encuentran aviones militares, corbetas y naves patrulleras, adquiridos a Brasil y España, junto a los helicópteros y 100.000 fusiles Kalásnikov que pronto empezará a recibir de Rusia. Además, el Gobierno financia una milicia civil, las Brigadas Bolivarianas, imitación de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) cubanos. Pronto llegarán a los dos millones de efectivos, y con su estilo violento y mafioso convertirán el miedo en uno de los pilares más sólidos del chavismo.

El Consejo Nacional Electoral (CNE) ha abandonando su papel de guardián del sistema, esencial en cualquier democracia, para colaborar con el Gobierno. El artículo 296 de la Constitución establece que el CNE debe ser designado por la Asamblea Nacional «con el voto de las dos terceras partes de sus integrantes». Sin embargo, el actual fue nombrado por el TSJ, que estableció que cuatro de los cinco magistrados fueran personas «afines a la Revolución».

Control social

Tras controlar los poderes del Estado, Chávez inició una operación de control social dirigida a perpetuarse en el poder que recuerda mucho a la que comenzó Fidel Castro en Cuba en el año 1959, con tanto éxito que hoy sigue tristemente vigente. Chávez, mucho más joven que Castro, podría batir su récord. Primero fue el petróleo, la materia prima con que se está construyendo la «revolución bolivariana». Se hizo con el control político de la empresa pública Petróleos de Venezuela (PDVSA), que hasta ese momento tenía un perfil técnico. Como consecuencia, los trabajadores convocaron una huelga de dos meses, en diciembre de 2002, que tuvo efectos devastadores para la economía del país. El Gobierno lo calificó de sabotaje de la industria y solucionó el problema despidiendo a 18.756 personas, la mitad de la plantilla (la compañía perdió su mejor capital humano, reemplazado por chavistas). Luego, anuló los contratos suscritos con empresas petrolíferas de todo el mundo alegando una serie de irregularidades y violaciones constitucionales, además de infracciones fiscales. La amenaza era clara: las compañías que no aceptaran las nuevas condiciones deberían abandonar el negocio. Siguiendo el modelo cubano, Chávez ha reestructurado el sector del petróleo con la figura de los contratos mixtos entre PDVSA y compañías extranjeras, que no permiten una participación mayoritaria a empresas privadas. Desde hace tres años, PDVSA no difunde informes, y sólo informa su presidente. La razón oficial es que la empresa padece las secuelas de la huelga. Antes, PDVSA era una empresa dedicada a extraer gas y petróleo, hoy es un instrumento más de la Revolución.

El petróleo ha permitido aumentar el número de compañías públicas: 800 empresas agroindustriales «inoperantes» declaradas de «interés social» y empresas privadas «poco productivas». Además, Chávez ha convertido las empresas públicas en parte de su mecanismo de poder, insertando publicidad favorable a sus proyectos políticos y obligando a ir a votar a sus empleados bajo amenaza de despido.

Después le llegó el turno a los medios de comunicación, con la aprobación de la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión, conocida como Ley Mordaza, que atribuye al Estado todo un arsenal de sanciones, que incluyen fuertes multas y la suspensión o la retirada de la concesión para emitir a los medios culpables, colocando la guillotina sobre la cabeza de cualquier medio e instaurando la dictadura del miedo y la peor de las censuras, la autocensura, como ha denunciado Reporteros sin Fronteras. Periódicos como El Universal y El Nacional son frecuentemente fustigados por el jefe del régimen por reseñar información relacionada con la corrupción de funcionarios públicos, con violaciones a la Constitución, con la crisis económica, etcétera. Chávez no ha dudado en ejercer toda la presión sobre los medios críticos. En octubre de 2005 el diario El Impulso de Barquisimeto –una de las mayores ciudades de Venezuela– fue cerrado temporalmente por irregularidades burocráticas que datan del año 2002. Medios como Globovisión, Venevisión, Radio Caracas Televisión y Televen son objeto de continuas críticas por parte del presidente, que los ha bautizado como «los cuatro jinetes del Apocalipsis» (o las «jineteras»), y destacados profesionales, como Marta Colomina, Gustavo Azócar u Orlando Urdaneta, han sufrido atentados y amenazas.

El Gobierno sometió los medios a otra vuelta de tuerca con la aprobación de la reforma del Código Penal, al establecer como delito las críticas a funcionarios públicos (ministros, diputados, magistrados, etcétera), e instaurando las denominadas «leyes de desacato», mundialmente condenadas por discriminatorias. La reforma, según la cual toda opinión, disidencia o manifestación, hecha en público o en privado, en contra de algún funcionario público, puede ser considerada una ofensa castigada con penas de entre seis y cuarenta meses de prisión, ha sido considerada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos como incompatible con la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), y por las organizaciones de derechos humanos de todo el mundo como un intento de «criminalizar» la disidencia política e impedir la protesta pacífica: el derecho penal se emplea como arma para intimidar a la oposición, al incrementar las penas de los llamados «delitos de desacato», conocidos en Venezuela como «vilipendio». El caso reciente más notorio es el del general Francisco Usón, condenado a seis años de cárcel por supuesto delito de vilipendio a la Fuerza Armada al manifestar una opinión en la televisión.

La Iglesia también ha sufrido los ataques del régimen. En 2001, y como protesta ante los reiterados ataques sufridos por fieles católicos, setenta templos, tras la catedral y las principales iglesias de Caracas, cerraron sus puertas. Desde entonces son muchos los prelados que han recibido amenazas de muerte. Recientemente, y a pesar de las acusaciones del régimen, la Conferencia Episcopal Venezolana denunciaba los problemas de corrupción, desempleo, inseguridad y pobreza que afectan al país, invitando a las autoridades a renovar el Consejo Nacional Electoral y garantizar que las elecciones futuras sean transparentes e imparciales.

El último damnificado ha sido el derecho a la propiedad. A través de normas como la Ley de Tierras, que concede al Gobierno la capacidad de expropiar las «no productivas», se ha consagrado el derecho público a la «intervención de tierras públicas o privadas presuntamente ociosas o enmarcadas bajo el régimen latifundista», y se ha producido la expropiación de más de 5.000 fincas, que ocupaban más de un millón de hectáreas de haciendas privadas, la mayoría pertenecientes a pequeños y medianos productores. Esto hace peligrar la propiedad privada, sometida a un nuevo concepto de «propiedad social» que ha levantado críticas en toda la comunidad internacional. Sirva como ejemplo la reciente ocupación promovida por el alcalde de Caracas de inmuebles vacíos, que se encontraban en reparación, por parte de policías, bomberos, funcionarios y gente sin techo, un amplio abanico que se agrupa bajo el cartel de «damnificados» y que amenaza con nuevas expropiaciones de edificios «con el fin de construir viviendas de clase media para 5.000 médicos».

El nuevo imperialismo: la «revolución bolivariana»

Las fronteras de Venezuela se han quedado pequeñas para Chávez y, a imitación de la «cruzada internacionalista» que en los años 60 promovió Fidel Castro, está dispuesto a exportar la revolución bolivariana. Como ha señalado Eugenio Medina, «Chávez es el nuevo imperialista que, con su petróleo, pretende comprar Latinoamérica». Su ayuda económica a Cuba, las sospechas existentes sobre su relación con la guerrilla colombiana en la frontera entre los dos países o los apoyos al líder cocalero Evo Morales en su candidatura a la Presidencia de Bolivia, de la que salió victorioso, y al candidato peruano Ollanta Humala, con enfrentamiento con el entonces mandatario Alejandro Toledo de regalo, son sólo algunas muestras de su política internacional. En América Latina se está generando un movimiento neopopulista, que Álvaro Vargas Llosa describe como «una reacción contra la democracia del nuevo milenio» y que promete «acabar con las desigualdades sociales» y construir «una sociedad más justa». Todos tienen en común el indigenismo, la nacionalización de la industria, la «integración latinoamericana», la oposición al «imperialismo estadounidense» o la liberación del cultivo de coca. Las visitas de Evo Morales a Cuba y Venezuela sellan el eje Caracas-La Habana-La Paz. La lista de aliados podría ampliarse en noviembre con Nicaragua, donde el sandinista Daniel Ortega puede tomar el poder.

Para lograr la realización del ideal bolivariano de la «integración de las naciones y pueblos de Latinoamérica y el Caribe», Chávez financia casi en su totalidad Telesur, un proyecto de comunicación que se presenta como «alternativa latinoamericana a la prensa imperialista de los Estados Unidos». Telesur es una multinacional venezolano-argentino-brasileño-uruguaya en la que la inspiración del Comandante –fue Fidel Castro quien, en un congreso de periodistas en La Habana (2001), propuso desarrollar una CNN latinoamericana– y su colaboración técnica convierten a Cuba en un socio más del «primer proyecto contrahegemónico de comunicación que conozca Suramérica en materia de televisión». Un proyecto que se define como «una gesta mediática del tipo David y Goliat, comparable a la que libra Al Jazeera en el mundo árabe».

La última gira mundial emprendida por Chávez, que incluyó paradas en Bielorrusia, Irán y Rusia, donde compró armas por valor de 3.000 millones de dólares, y palabras de elogio a los líderes de Hezbolá, Irán y Siria, refleja que su posicionamiento internacional busca únicamente el enfrentamiento y la provocación.

Los venezolanos, los grandes olvidados

Mientras, el pueblo sufre una crisis económica y social de gravísimas consecuencias. La inseguridad reina en las calles. De los once millones de venezolanos económicamente activos, un 69,2% está desempleado o subempleado, un 42% vive del «rebusque diario» y un 69’6% tiene ingresos inferiores al salario mínimo. Además, Venezuela ocupa el puesto 153, de 157, en el índice de libertad económica elaborado por el Wall Street Journal y la Heritage Fundation, coeditado en España por FAES, y Transparency International lo ha calificado como uno de los países más corruptos del mundo (en el puesto 130, de 159). En esta situación, el apoyo social se mantiene gracias a la limosna de las misiones, el producto estrella de la revolución bolivariana. Estas misiones consisten en una ayuda económica directa que el Ejército reparte a las personas más necesitadas, más de la mitad de la población, que malviven, así, cautivos del chavismo. Sólo el alto precio del petróleo permite mantener este subsidio gratuito a una población que es cada día más petroleodependiente.

Esto ha dividido el país en tres grandes bloques: de un lado está el ciudadano que se declara abiertamente chavista; del lado opuesto, los abiertamente opositores al régimen; en el medio se encuentra una parte muy importante de la población, personas que vienen del chavismo o de la oposición y se han desilusionado de ambos polos, porque no han obtenido lo que esperaban de la inexistente gestión gubernamental o porque se desencantaron de la dirigencia opositora, a la que ven peleada y dividida, sin proponer nada sobre sus problemas: delincuencia, costo de la vida, salud, vivienda; y la corrupción gubernamental, que afecta directamente a sus condiciones de vida.

4-XII-2005: un paso más hacia el abismo

Las elecciones del 4 de diciembre de 2005 se presentaban como una nueva oportunidad para decidir el futuro de Venezuela. Se renovaba un Parlamento, elegido en 2000, en el que el oficialismo había ido perdiendo fuerza, pasando de 110 escaños a 86, frente a los 79 de la oposición. Esta vez se elegían 167 diputados. La oposición se encontraba dividida: unos defendían la abstención por desconfianza en el CNE; otros, la aplicación del artículo 350 de la Constitución, según el cual «el pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticas o menoscabe los derechos humanos», y también llamaban a la abstención; por último, el grupo mayoritario, tras llamar masivamente a la participación, decidió retirar sus candidaturas a última hora, ante la falta de garantías electorales y la desconfianza generalizada en el CNE.

Pronto comenzaron las dificultades. Primero fue la publicación ilegal del listado de los dos millones de personas que habían solicitado la convocatoria del referéndum revocatorio, conocida como Lista Tascón, y que fue fuente de innumerables discriminaciones en servicios como la educación o la sanidad y por la que gran número de empleados públicos perdieron su empleo. Luego vino la decisión de aplicar las morochas, el sistema de listas paralelas, que amplifican en un 20-25% el número de cargos que obtiene el grupo mayoritario: con un 51% de los votos el grupo mayoritario obtiene el 75% de los cargos. Después actuó la Fiscalía, con la detención de siete jóvenes por hacer publicidad electoral y la persecución judicial contra la cabeza más visible del grupo que proponía la aplicación del artículo 350 de la Constitución.

La sensación de falta de transparencia entre el electorado y la desconfianza en las autoridades iban en aumento, hasta que, a una semana de las elecciones, se descubrió –durante una auditoría de las máquinas captahuellas, que permiten identificar al elector por su huella dactilar para permitirle acceder al recinto electoral– que una combinación de programas de computación podría eventualmente informar sobre el sentido del voto de cada uno, lo que atentaba contra el derecho constitucional al sufragio secreto. Aunque el CNE decidió retirar el uso de estas máquinas, los principales partidos de la oposición (Acción Democrática, Primero Justicia, Proyecto Venezuela y Copei), que habían defendido con fuerza la necesidad de acudir a las urnas durante toda la campaña electoral, decidieron retirarse ante la falta de garantías del proceso y la parcialidad manifiesta del órgano regulador. Algo de lo que dio buena muestra otra sorprendente decisión del CNE, que, haciendo caso omiso de la ley, decidió a última hora prolongar hasta el mismo día de los comicios la campaña electoral.

La tranquilidad con que transcurrieron los comicios dejó en evidencia al régimen chavista, que dijo tener «información preocupante» sobre alteraciones del orden público: a través de su ministro del Interior, había informado sobre una trama montada por sectores de la oposición radical para que las elecciones fuesen perturbadas por la violencia, y hecho acusaciones de la organización de una serie de atentados terroristas que nunca tuvieron lugar. Los partidos de la oposición denunciaron que la «doble votación» y la «coacción para que las personas vayan a votar» habían sido una constante. El índice de abstención alcanzó el 75%, en unas elecciones en que los partidos progubernamentales coparon los 167 escaños de la Asamblea Nacional, por lo que podríamos decir que el Parlamento sólo representa a dos de cada ocho venezolanos de manera fidedigna. Si a esto le unimos el poder regional, donde el chavismo gobierna en 21 de los 23 estados, y el municipal, donde lo hace en el 83% de los ayuntamientos, vemos que todo el poder de Venezuela está en manos de Chávez.

Los órganos supervisores de la OEA y la UE denunciaron, en sus respectivos informes, que «la mayoría» de las mesas de votación observadas por sus expertos permanecieron abiertas hasta tres horas después del cierre oficial, «incumpliendo así el horario establecido por la ley», y que un gran número de electores «solicitó ayuda y acompañamiento para marcar su voto (…), práctica que podría vulnerar el secreto del sufragio»; y, sobre todo, recomendaron que el Parlamento designase una nueva directiva del CNE con personas «de prestigio e independencia, de diversa procedencia y que disfruten de la confianza de todos los sectores de la sociedad».

El resultado final no puede ser más desolador. Una población que ha perdido la fe en sus instituciones –el 71% considera que en el Gobierno existe corrupción, el índice más alto del mundo– y ha desertado en bloque de la democracia formal, cansada de engaños, y un Gobierno todavía más poderoso y dispuesto a aumentar el ritmo de su «revolución», sin ningún tipo de límite ni control. La pluralidad política venezolana no está reflejada en sus instituciones, y ello es inmensamente grave. Chávez se ha apresurado a anunciar sus próximos proyectos: suprimir el límite constitucional a la doble reelección presidencial y erigir un nuevo modelo de economía social para el país, promoción del trabajo en cooperativas y aumento del control estatal sobre proyectos petroleros y mineros, que incorporará el concepto de propiedad colectiva.

Las elecciones presidenciales

Como hemos venido señalando, el papel del presidente de la república en Venezuela es clave, tras la Constitución de 1999: por una parte, le permite controlar casi de manera exclusiva, mediante la concesión de competencias exclusivas, aspectos fundamentales de la vida institucional, como la estructuración de la Administración y la orientación de la Fuerza Armada. El presidente goza también de amplísimas atribuciones en política internacional y en economía, por lo que desaparece el equilibrio de poderes, esencial para el funcionamiento de la democracia. Por otro lado, amplió la duración del mandato presidencial a seis años y consagró la posibilidad de la reelección inmediata, algo prohibido por la Constitución de 1961 (art. 185). La nueva Constitución establecería la prohibición de que el presidente fuera reelegido más de una vez (art. 230), pero, pese a esta limitación, que impediría una tercera reelección, Chávez ya ha anunciado su intención de reformar la norma fundamental para presentarse a los comicios de 2012.

El 1 de agosto comenzó oficialmente la campaña electoral. La mayoría de los partidos de la oposición decidieron apoyar una candidatura unitaria liderada por el gobernador del estado de Zulia, Manuel Rosales, que en el momento del acuerdo lideraba las encuestas de opinión pública realizadas para conocer el grado de aceptación de los posibles candidatos.

El acuerdo vio la luz tras una convocatoria a elecciones primarias, a las que concurrirían ocho candidatos. Dichas primarias contaban con el respaldo de la organización Súmate y de un sector importante de la ciudadanía y la opinión pública, pero planteaban conflictos con los opositores partidarios de la abstención, que se oponen a cualquier tipo de participación electoral hasta que no se vean satisfechas sus demandas al CNE, y podían enfrentarse a una escasa participación, entre otras cosas, por el miedo a las persecuciones, generado por el Gobierno con episodios como el de la Lista Tascón, del que hemos hablado anteriormente.

Finalmente, el acuerdo entre los tres candidatos que gozaban de mayor respaldo popular provocó la anulación de las primarias. Se ha perdido la oportunidad de presentar una ciudadanía opuesta al régimen a través de una participación numerosa, así como la posibilidad de lograr un cierto nivel de movilización.

Algunos ven en la candidatura única la segunda parte de la fracasada Coordinadora Democrática. La incógnita de la situación de Carlos Ortega, recientemente fugado de prisión, y la candidatura de Benjamín Rauseo, un comediante que se ha hecho muy popular bajo el nombre artístico de el Conde del Guácharo y que ha prometido su apoyo a Manuel Rosales si el 15 de noviembre éste va por delante en las expectativas de voto, erosionan la imagen de unidad democrática que perseguía la oposición. Pero es un hecho que la candidatura única supone un tremendo avance y ha logrado presentar una oposición unida a pesar de las grandes diferencias ideológicas.

El ticket unitario está comandado por el candidato, Manuel Rosales, el líder de Primero Justicia, Julio Borges, que va como vicepresidente, y Teodoro Petkoff, el buen amigo de Felipe González, a cuyo cargo se ha dejado la dirección de la campaña. El objetivo es la formación de un frente democrático que aglutine a todos aquellos que no están de acuerdo con la deriva totalitaria y militarista a la que el presidente Chávez ha llevado al país; el siguiente paso es la movilización contra el totalitarismo de las fuerzas democráticas.

El dilema con que se encuentran los unitarios en la actualidad es si centrar la campaña en torno al proceso electoral, como ha ocurrido en otras ocasiones, o tratar de presentar un programa político de compromiso con Venezuela, que vive una situación económica desesperada, a pesar del altísimo precio del barril de petróleo, y unas cotas desconocidas de inseguridad en las calles.

Para los abstencionistas, sólo cabe la primera opción. Participar en unas elecciones en las condiciones actuales supone legitimar el régimen, gastar esfuerzos inútilmente y sembrar la confusión entre los ciudadanos. De ahí que planteen una estrategia de confrontación con el autoritarismo militarista basada en la denuncia de la inexistencia de espacio para unas elecciones libres y limpias y en la reivindicación del recuento manual de todos los votos, la publicación y depuración del censo electoral, así como en la exigencia de garantías del secreto del voto, condiciones indispensables y hoy inexistentes, y de cuya existencia hacen depender la participación electoral. La otra alternativa sería confiar en la posibilidad de que la presión interna y la comunidad internacional obliguen al CNE a garantizar tales condiciones y lograr ilusionar con propuestas concretas a todos aquellos, muchos, desilusionados con la situación de la política venezolana.

La trascendencia de estas elecciones va mucho más allá de la elección del presidencia de la república. Para unos es la misma democracia lo que está en juego, quizás se trate de la última oportunidad de la oposición democrática; para otros, como señala Juventud Rebelde, es «la ocasión para profundizar [en] las transformaciones, o [puede] implicar un retroceso. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que no se trata de un hombre, sino del destino de la Venezuela que aún está forjando la Revolución».

La comunidad internacional

América y España se están jugando mucho en Venezuela. Parece que el presidente Zapatero ha tomado partido por el «espíritu revolucionario», y no ha dudado en practicar una política de apoyo al Gobierno chavista con distintos gestos, como los viajes del ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, y de José Bono cuando ostentaba la cartera de Defensa. La visita a España de Chávez y el reconocimiento público del Gobierno español se convirtieron en el sello de esta «nueva alianza». La política exterior del Ejecutivo español no puede sentirse más cercana a regímenes que ponen en peligro la democracia que a gobiernos elegidos democráticamente y que ejercen sus tareas sometidos al control democrático de los demás poderes y, sobre todo, de la opinión pública.

En esta situación, la apuesta por Chávez es, sin duda, arriesgada. Sólo cabe esperar que el Gobierno de España sepa aprovechar su ascendiente para encauzar el camino de Venezuela hacia la democracia. La elección de Felipe González como mediador extraoficial no parece que vaya a ayudar mucho. Madrid debería colaborar con Caracas en la promoción de la reforma más importante, la del sistema electoral. Como sucedió en México, y como han recomendado los distintos observadores de los procesos electorales venezolanos, es imprescindible la sustitución de las autoridades del CNE, la modificación de las leyes de sufragio y de partidos políticos y la revisión profunda del registro electoral y del sistema nacional de identificación. Asimismo, debería promulgarse una ley de garantías electorales, como se acaba de hacer Colombia, que impida que el presidente y los funcionarios públicos utilicen el poder para aprovecharse de él. Dejar estas tareas para «más adelante» será, posiblemente, abordarlas cuando ya sea demasiado tarde.

Publicado en Libertad Digital