Se ha puesto de moda preparar recetas para la crisis. No sé si funcionarán pero las prefiero a esos otros, que también abundan estos días, los certificados de defunción. Hoy he recibido dos de muy distinto tipo.

La primera escrita en agosto de 2012 de Ignacio Martín Granados. He de confesar que es una receta sugerente, integral, genera cierto Sindrome de Stendhal, y cuesta decidir por dónde empezar.

La otra está escrita en 1929 por Ortega y Gasset. Está sacado de la Lección XI de ¿Qué es la filosofía?, y aquí la dejo:

De aquí que los cambios históricos suponen el nacimiento de un tipo de hombre distinto en mas o en menos del que había; es decir, supone el cambio de generaciones. Desde hace anos yo predico a los historiadores que el concepto de generación es el mas importante en historia, y debe haber llegado al mundo una nueva generación de historiadores, porque yo veo que esta idea ha prendido, sobre todo en Alemania.

Para que algo importante cambie en el mundo es preciso que cambie el tipo de hombre y asi se entiende- el de mujer; es preciso que aparezcan muchedumbres de criaturas con una sensibilidad vital distinta de la antigua y homogénea entre si.

Quiere esto decir que en vez de abandonarnos a esa fatalidad que nos aprisiona en una generación, es preciso reobrar contra ella, renovándose en el modo juvenil de la vida que sobreviene. No se olvide que es característico de todo lo vital la contaminación. Se contagia la enfermedad, pero también la salud; se contagia el vicio, pero también la virtud, se contagia la vejez y también la mocedad.

El que envejece pronto es porque quiere, mejor dicho, porque no quiere vivir, porque es incapaz de esforzarse frenéticamente en vivir. Parásito de si­ mismo, sin hincharse bien en el destino, el flujo del tiempo lo arrastra al pasado.

La generación de los hijos es siempre un poco diferente a la de los padres: representa como un nuevo nivel desde el cual se siente la existencia. De ordinario, la diferencia entre los hijos y los padres es muy pequeña, de suerte que predomina el núcleo común de coincidencias, y entonces los hijos se ven a si mismos como continuadores y perfeccionadores del tipo de vida que llevaban sus padres.

Pero a veces la distancia es enorme: la nueva generación no encuentra apenas comunidad con la precedente. Entonces se habla de crisis histórica. Nuestro tiempo es de esta clase y lo es en lo superlativo.

Porque la ciencia experimental sea incapaz de resolver a su manera estas cuestiones fundamentales no debería invitarnos a abandonarlas. ¿Como se puede vivir sordo a las postreras, dramáticas preguntas? ¿De donde viene el mundo, adonde va? ¿Cual es la potencia definitiva del cosmos? ¿Cual es el sentido esencial de la vida?

Yo incito a las generaciones nuevas de la intelectualidad española para que sean en este punto sobremanera exigentes, porque esa es la condición esencial para que en un país llegue a haber en serio y con verdad vida intelectual. Lo demás no es, como dice el personaje de una novela española- «mas que carrocería».

A un ciego absoluto no se le puede comunicar lo que es el cromatismo del mundo, para nosotros tan evidente. Seria, pues, un error desdeñar lo que ve el místico, porque solo puede verlo el. Hay que raer del conocimiento la democracia del saber, según la cual solo existiría lo que todo el mundo puede conocer. No; hay quien ve mas que los demás, y estos demás no pueden correctamente hacer otra cosa que aceptar esa superioridad cuando esta es evidente.

Todo tiempo, rigurosamente hablando, tiene su tarea, su misión, su deber de innovación, mas aun, mucho mas aun- que literalmente hablando el tiempo no es, en ultima verdad, el que mide los relojes, sino que tiempo es, repito que literalmente, tarea, misión, innovación.

No es posible que ahora, de pronto, ni el mas pintado se de clara cuenta de las proyecciones y perspectivas que ese hallazgo contiene y envolverá. Tampoco me urge. No es necesario que hoy se justiprecie la importancia de lo dicho en la anterior lección, no tengo prisa alguna porque se me de la razón. La razón no es un tren que parte a la hora fija. Prisa la tiene solo el enfermo y el ambicioso.

Cabe renunciar a la vida, pero si se vive no cabe elegir el mundo en que se vive. Esto da a nuestra existencia un gesto terriblemente dramático.

Un símil esclarecedor fuera el de alguien que, dormido, es llevado a los bastidores de un teatro y allá, de un empujón que le despierta, es lanzado a las baterías, delante del publico. Al hallarse allá, ¿que es lo que halla ese personaje? Pues se halla sumido en una situación difícil sin saber como ni por que, en una peripecia: la situación difícil consiste en resolver de algún modo decoroso aquella exposición ante el publico, que el no ha buscado ni preparado ni previsto.

Si nuestra vida consiste en decidir lo que vamos a ser, quiere decirse que en la raíz misma de nuestra vida hay un atributo temporal: decidir lo que vamos a ser. Por tanto, el futuro-. Y, sin parar, recibimos ahora, una tras otra, toda una fértil cosecha de averiguaciones. Primera: que nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. He aquí otra paradoja.

No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia delante, y el presente o el pasado se descubre después, en relación con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aun no es.

Todos ignoramos cosas elementales que esta harto de saber nuestro vecino. Lo vergonzoso no es nunca ignorar una cosa. Eso es, por el contrario, lo natural. Lo vergonzoso es no querer saberla, resistirse a averiguar algo cuando la ocasión se ofrece. Pero esa resistencia no la ofrece nunca el ignorante, sino, al revés, el que cree saber. Esto es lo vergonzoso: creer saber.

El que cree que sabe una cosa pero, en realidad, la ignora, con su presunto saber cierra el poro de su mente por donde podría penetrar la autentica verdad.

Si el hombre español es intelectualmente poco poroso, se debe a que también es hermético en zonas de su alma mucho mas profundas que el intelecto.

Siempre me ha repugnado el frecuente personaje a quien oí­mos decir constantemente que se cree en el deber de esto o de lo otro. Yo me he creído muy pocas veces en deberes durante mi vida. La he vivido y la vivo casi entera empujado por ilusiones, no por deberes.

Imaginen ustedes por un momento que cada uno de nosotros cuidase tan solo un poco mas cada una de las horas de sus días, que le exigiese un poco mas de donosura e intensidad, y multiplicando todos estos á­nimos perfeccionamientos y densificaciones de unas vidas por las otras, calculen ustedes el enriquecimiento gigante, el fabuloso ennoblecimiento que la convivencia humana alcanzaría. Eso seria vivir en plena forma; en lugar de pasar las horas como naves sin estabilidad y a la deriva, pasarían ante nosotros cada una con su nueva inminencia.

Bajo la aparente indiferencia de la despreocupación late siempre un secreto pavor de tener que resolver por si­ mismo, originariamente, los actos, las acciones, las emociones. Un humilde afán de ser como los demás, de renunciar a la responsabilidad ante el propio destino, disolviéndolo entre la multitud; es el ideal eterno del débil: hacer lo que hace todo el mundo es su preocupación.